jueves, 23 de febrero de 2012

echo de menos los hoyos en la arena

No había aburrimiento en los días de playa. Al menos yo no puedo recordar ni un solo instante aburrido frente al mar. Se podía tomar el sol, huir de el bajo la sombrilla, nadar o simplemente caminar hasta el agua para comprobar que el agua estaba fría y hacer algún gesto más o menos expresivo para volver a la siempre insuficiente sombra. Siempre hay algo que hacer, como sacudirse la arena del cuerpo o contemplar a los vecinos con o sin gafas de sol. En el día de playa siempre acababa hundiendo las manos en la arena. Con o sin pala. La pala y el rastrillo nunca han sido realmente necesarios. Ayudaban en determinados momentos pero siempre acababan apartados del campo de operaciones y a veces enterrados. Eran las manos las que profundizaban, y el resto del cuerpo acompañaba. Cuando el hoyo llegaba a la arena húmeda era inútil seguir profundizando, el agua reclamaba lo que es suyo y derribaba las paredes laterales, ensanchando más y más, hasta la piscina. Entonces sólo se podía continuar construyendo un desfiladero hasta las olas, un canal que debía llenarse con la siguiente ola, desafiando al mar que tarde o temprano llegaba a inundarlo todo y la piscina duraba siempre menos de un minuto. Eso cuando el hoyo era cosa de uno, porque siempre se suma alguien, niños con excavadoras de plástico que quieren hacer un aparcamiento o un castillo. Todo vale. Cuando se sumaba alguien lo normal es que hiciera un hoyo justo al lado, profundizando hasta la mirada cómplice que indicaba que ya podíamos excavar lateralmente para conectar en la profundidad. Con todo el brazo hundido, la cara pegada al suelo, avanzar hasta el otro, hasta sentir algo en la punta de los dedos. Algo muy parecido a la felicidad, el tacto de las yemas de otro, ese cosquilleo momentáneo que te da fuerzas para acabar el túnel y volver a hundir el brazo para estrechar la mano del compi. Si eso no es la felicidad yo ya no sé.

jueves, 16 de febrero de 2012

echo de menos la democracia

Camino del colegio el niño preguntaba por qué lo llevabamos en domingo y había que tranquilizarlo, decirle que no había cole. Los pasillos estaban desconocidos para él, llenos de gente mayor con sus documentos de identificación yendo de aquí para allá, consultando en los papeles que colgaban de las paredes. En la clase habían cambiado las mesas de sitio y había unos señores sentados detrás de las urnas. El niño pregunta que te pregunta, esto es para que papá y mamá decidan quien va a gobernar en el país. ¿Y a quien votas? Al que lo haga mejor. ¿pero quien?. Anda, coge ese papel y mételo en el sobre. Ese no, aquel. Era fácil explicar que papá y mamá iban a elegir a los gobernantes, no, al rey no. Hacerle saber al nene con palabras sencillas que las decisiones de sus padres tenían repersusiones al más alto nivel. Al salir del cole un corto paseo al sol mañanero, el niño agarrado a las manos de sus padres pisando sólo las esquinas de las losetas. Una mañana de domingo deliciosa que había que saborear porque los nenes crecen, y las preguntas se hacen más incómodas y se complican y ya se sabe, mejor callar aunque el silencio también sea incómodo. Es sano que los niños maduren y empiecen a ver por si mismos. También puede ser agradable.
Un domingo te despieras y sabes que ya no es igual, el suelo está frio, y al entrar en el aseo tienes la extraña sensación de que esa noche el diablo ha estado metiendo el rabo en el inodoro.