jueves, 23 de febrero de 2012

echo de menos los hoyos en la arena

No había aburrimiento en los días de playa. Al menos yo no puedo recordar ni un solo instante aburrido frente al mar. Se podía tomar el sol, huir de el bajo la sombrilla, nadar o simplemente caminar hasta el agua para comprobar que el agua estaba fría y hacer algún gesto más o menos expresivo para volver a la siempre insuficiente sombra. Siempre hay algo que hacer, como sacudirse la arena del cuerpo o contemplar a los vecinos con o sin gafas de sol. En el día de playa siempre acababa hundiendo las manos en la arena. Con o sin pala. La pala y el rastrillo nunca han sido realmente necesarios. Ayudaban en determinados momentos pero siempre acababan apartados del campo de operaciones y a veces enterrados. Eran las manos las que profundizaban, y el resto del cuerpo acompañaba. Cuando el hoyo llegaba a la arena húmeda era inútil seguir profundizando, el agua reclamaba lo que es suyo y derribaba las paredes laterales, ensanchando más y más, hasta la piscina. Entonces sólo se podía continuar construyendo un desfiladero hasta las olas, un canal que debía llenarse con la siguiente ola, desafiando al mar que tarde o temprano llegaba a inundarlo todo y la piscina duraba siempre menos de un minuto. Eso cuando el hoyo era cosa de uno, porque siempre se suma alguien, niños con excavadoras de plástico que quieren hacer un aparcamiento o un castillo. Todo vale. Cuando se sumaba alguien lo normal es que hiciera un hoyo justo al lado, profundizando hasta la mirada cómplice que indicaba que ya podíamos excavar lateralmente para conectar en la profundidad. Con todo el brazo hundido, la cara pegada al suelo, avanzar hasta el otro, hasta sentir algo en la punta de los dedos. Algo muy parecido a la felicidad, el tacto de las yemas de otro, ese cosquilleo momentáneo que te da fuerzas para acabar el túnel y volver a hundir el brazo para estrechar la mano del compi. Si eso no es la felicidad yo ya no sé.

1 comentario:

  1. Los hoyos en la arena siempre estarán ligados a mi hermano. Recuerdo el día de su boda, por la mañana. Estábamos en la playa con nuestro primo Richard recién llegado de Alemania. Viendo a las chicas en biquini, empezaron a hacer sendos hoyos en la arena a la altura de sus partes y se tumbaron boca abajo, fingiendo un empalme. Fue el sello de ambos, de que ese día, dejaban algo atrás.

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